Lluvia, Vapor y Velocidad, de Joseph M. William Turner
Elementos indisolubles en la imaginación de mentes nostálgicas. La lluvia, la velocidad y el vapor que sale de la chimenea de un antiguo ferrocarril son piezas de ese puzzle imaginario que más de una vez hemos intentado formar en nuestra cabeza. Son las tres fuerzas naturales que mejor se asocian al mundo ferroviario. Es la lucha entre la fuerza de la máquina contra la fuerza de la naturaleza. Es la velocidad que proporciona las calderas a toda presión de aquellos antiguos ferrocarriles contra la oposión del viento y la lluvia, fiel reflejo de las tormentas internas.
Os preguntaréis qué pinta en este blog de trenes este cuadro. Aparte del motivo central, claro está, lo he rescatado del baúl de los museos porque de muchos modos la pasión que despiertan los trenes se ha visto reflejado en la pintura a lo largo de los siglos, así que bien se merece el que haya un hueco para este singular arte. Pero, en primer lugar, y más importante, porque este cuadro siempre me ha expresado mucho, porque siempre que he tenido la oportunidad de verlo me ha hecho pasar un buen rato admirándolo.
El cuadro que véis en la imagen superior se llama como el título del post: «Lluvia, Vapor y Velocidad» y fue pintado allá por mediados del siglo XIX por Joseph M. William Turner, uno de los más importantes representantes de la pintura romántica.
El Romanticismo es, para mí, quizás la etapa más bella de la pintura en cualquiera de sus facetas. No podía ser de otro modo cuando este estilo es puro sentimiento. Atrás quedaban las ideas de la razón y la lógica del siglo XVIII para dar paso a una realidad más social donde los sentimientos imperarían sobre el pensamiento.
Aquellos sentimientos que durante años parecieron ocultarse en jaulas de cristal, o tras barrotes, comenzaron a liberarse, y como cualquier ave encerrada, su libertad se expuso en auténticas explosiones de afectividad: tempestades en forma de lluvias, de oleajes salvajes, de velocidad; situaciones reales de fuerza y lucha, como la vida misma. Todo atemperado por una gama de colores tibios, el mejor reflejo de la nostalgia, pero también de la vorágine del momento representado.
El cuadro refleja todo eso. La intensa luz que parece emerger de las turbulencias de la lluvia, abriendo paso a la fuerza de la locomotora que aparece entre la niebla. Las mismas pinceladas, dadas de forma rápida, muestran la intensidad de ese instante gracias a los contornos desdibujados de todas sus formas.
El cuadro se presentó formalmente en el año 1844 en la Royal Academy de Londres y fue todo un éxito. Tanto que incluso influyó en artistas de otros estilos, como el impresionista Monet, también un enamorado de los trenes.
Como detalle curioso y aunque no se advierta nada bien, el tren está saliendo de Londres. El puente que se ve turbio a la izquierda del cuadro es el viaducto de Maidenhead, construido en 1837 para la Great Western Railway, apenas siete años antes de la presentación del cuadro, y cruza sobre el Támesis.
Por cierto, el cuadro podéis verlo hoy día en la National Gallery de Londres.
Una obra de arte. Con mayúsculas.

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